Mi primera consola fue una Game Boy, o “arganboi”, como la llamaba mi abuelo; él fue el primero que me regaló esa máquina con un juego de Batman y otro de las Tortugas Ninja. Jamás le estaré lo suficientemente agradecido por descubrirme este mundo. Después vinieron la Super Nintendo y la PlayStation, que afianzaron un hobby que para mí se convertiría en una pieza clave de mi persona, tanto en mi juventud como en la actualidad.
En mi familia (casi) siempre se mostraron muy comprensivos con esta actividad; a pesar de lo poco que conocían de este mundillo, pronto supieron ver lo importante que se había vuelto para mí y cómo me ayudó a desarrollarme a nivel social y de autoestima. Yo era un niño gordo, asmático, con unas gafas enormes y con muchos problemas para relacionarme y hacer amigos; no me gustaba el fútbol, y en aquellos años era poco menos que un suicidio social en el patio del colegio. Para redondear mi ficha, era el empollón de la clase y sufría un bullying bastante extremo prácticamente a diario.
A raíz de llevarme mi consola al recreo, sin embargo, comencé a conocer otros niños a los que también les gustaban los videojuegos, y fue mi forma de comenzar a conectar con otras personas de mi edad, algo que hasta ese momento me había sido imposible. Uno de ellos, de hecho, es mi más antiguo amigo, que conocí en 1º de primaria y aún a día de hoy seguimos quedándonos noches enteras haciendo maratones de videojuegos.
Ese apoyo que tuve por parte de mis padres esos primeros años con los videojuegos, lamentablemente, se esfumó una noche del año 2000; una que siempre recordaré con cierto rencor hacia mis progenitores, me temo.

Estábamos cenando y en las noticias comenzaron a emitir un suceso tremendamente desagradable: un chaval de 16 años había asesinado a su familia a sangre fría con una espada mientras dormían. Junto al retrato del presunto culpable, también se mostró un posible detonante de ese estallido de violencia: mezclado con truculentas fotografías y declaraciones, emitieron imágenes del opening de Final Fantasy VIII. Para los reporteros de la época, había una clara similitud entre ese juego de rol, el pelo del protagonista y la espada pistola que usaba. La batalla que luego se llevaría contra los juegos de rol, que para los padres de la época estaban íntimamente unidos al satanismo, la dejamos para otro día.
Un pesado silencio se hizo en nuestra mesa de tres, pero sólo se veía miedo en los ojos de mis padres. Yo seguí cenando, ajeno a lo grave del delito que estaba saliendo en la televisión, probablemente más atento a lo rica que estaba la cena que me preparó mi madre. Una pregunta, medio en broma, medio en serio, salió de la boca de mi padre: “¿Tú no nos vas a hacer eso, verdad? Que he visto que juegas a muchas cosas violentas”. Antes de que pudiera razonar la pregunta que me acababan de hacer, mi madre nerviosa le dijo a mi padre que tenían que quitarme la consola, que últimamente jugaba mucho.
https://www.youtube.com/watch?v=dGcfP5We3HI
Un niño de 10 años con unas notas impecables, que jamás había provocado un solo problema, que leía libros de fantasía mucho más tiempo que el que dedicaba a jugar a la consola, por un breve momento provocó miedo a sus padres. Mi respuesta, tras un breve intercambio verbal en el que me defendí, fue irme llorando a mi habitación. Más tarde se disculparían, diciendo que no era en serio, pero la sensación que se me quedó fue la de que por unos momentos mis padres pensaron que podría hacerles algo terrible únicamente porque en la televisión habían acusado a los videojuegos de ser máquinas creadoras de asesinos en serie. Tiene gracia, porque años más tarde ese mismo padre que me acusó de jugar a videojuegos violentos terminaría sentándose conmigo a desatar la destrucción más descerebrada posible con GTA III.
Es cierto que jamás volvieron a preguntarme algo así, pero sí que tuve que luchar mucho más mis ratos para jugar a la consola, buscando ellos excusas peregrinas para reducir mis ratos de asueto con la Play o directamente achacando mi “mal genio y malas respuestas” a que jugaba a cosas muy violentas. A que estaba viciado a la maquinita. De los juegos que disfrutaba en la Game Boy enteramente en inglés, con el diccionario al lado, y que me hicieron no tener que preocuparme de esa asignatura hasta la secundaria jamás se hizo mención. Tampoco se me acusó de ser un adicto a la lectura, a pesar de pasar tardes enteras leyendo en la biblioteca o de gastar mucho dinero en libros y revistas. El que no tuvieran ningún problema con mi tremenda afición a la lectura, pero sí con las consolas, reforzaba mi idea de que el miedo hacia estas máquinas viene de un sentimiento tecnófobo que, por suerte, poco a poco se ha ido perdiendo.

Cualquier cosa con tal de que los padres y el gran público tengan un enemigo bien grande y feo, acompañado de un arma barata y de fácil manejo
Siempre he pensado que el discurso del miedo hizo mucha mella en mis padres, algo que se les ha ido pasando conforme han transcurrido los años y han ido viendo que no era un asesino en potencia, pero he tenido que luchar contra ese prejuicio en mi propia casa y contra mis propios padres.
Hoy día el poco riguroso (por decirlo suavemente) discurso que ha dado el señor Marc Masip en Espejo Público, por fortuna, no habrá calado de una forma tan arbitraria como lo hizo con el crimen del Asesino de la Katana. No en vano, muchos de los padres a los que pretende aterrorizar con su sesgada visión del tema también juegan a esos mismos videojuegos que él incrimina; ya han visto cómo es el monstruo, y no da tanto miedo como decían. Los videojuegos de móvil han acercado ese “oscuro y violento” mundo a todo tipo de audiencias, eliminando o paliando muchos de los estigmas que hemos sufrido durante años.

No hay duda de que las familias afectadas por estas adicciones necesitan ayuda de un profesional, y no podemos poner en duda la existencia de mecanismos que generan adicción relacionados con los videojuegos. De hecho, dudo que nadie levantara el grito en el cielo si mañana mismo se legislara duramente sobre las loot boxes, los gatcha o microtransacciones como los cromos del FIFA; eso no es lo que define a nuestro medio, y sí es una cosa a erradicar o mejorar.
Prohibir los videojuegos por la existencia de estas mecánicas es como si quemásemos libros porque existe el Mein Kampf. Pero cualquier cosa con tal de que los padres, ignorantes de cómo funciona este mundo lúdico en el que sus hijos están creciendo, tengan un enemigo bien grande y feo, acompañado de un arma barata y de fácil manejo; problemas sencillitos y soluciones mascaditas, no vaya a ser que tengan que sentarse a jugar con sus hijos o vigilar el contenido que consumen.
Vamos a defendernos, no atacando al sensacionalismo, sino con valores positivos de los videojuegos. Los videojuegos son cultura, entretenimiento, herramientas para ayudarnos a crecer… Y sí, tampoco pasa nada por reconocer que sistemas como los micropagos o determinados videojuegos son tragaperras encubiertas a los que puede acceder cualquier menor trampeando la legalidad vigente. No nos rasguemos las vestiduras ante algo que está claramente mal; señalemos el problema, pero con criterio y argumentos razonables.