Llevo bastante tiempo sin escribir sobre bandas sonoras de videojuegos. Lo que desgraciadamente conlleva la vida adulta es una irremediable falta de tiempo crónico que deja escasos momentos de alivio para disfrutar de los pequeños placeres de la vida como pasear, ver series, películas, leer y, cómo no, jugar a videojuegos.
Aunque no me encuentre escribiendo en el ámbito de la publicación, siempre ando estudiando, mirando entrevistas y otras formas de investigación hasta que he llegado a la conclusión de que, a pesar de que me fascina escuchar bandas sonoras originales de videojuegos, desmenuzarlas y hablar sobre su discurso, hay un pequeño problema que viene dado por la propia naturaleza del medio: La interactividad.
Claro, puedo coger ‘The Castle’ de Final Fantasy VIII, su versión original, su partitura (si es que la hay, ya hablaremos de eso) e incluso su reorquestación oficial posterior, y hablar sobre lo maravillosamente compleja que es y el porqué de su fácil escucha, pero siempre ocurre el mismo problema de la interacción del usuario (el jugador) con el videojuego; entrando y saliendo de zonas; y de combates que cuentan con su propio tema, interrumpiendo la acción y la melodía del castillo de Artemisa y aportando su acción propia, introduciendo lo que conocemos como música interactiva.

El análisis de “obras cambiantes”
Esta música interactiva no es algo nuevo de los videojuegos, sino que viene experimentándose desde al menos el Barroco (en torno al siglo XVII) por esa larga tradición o costumbre intrínseca del ser humano de crear y destruir/modificar lo que materializamos en forma de arte. Por ejemplo, si bien la Venus de Milo disponía de brazos, en la actualidad, estos ya no están. Se destruyeron por el paso del tiempo y diversos traslados, pero esto no impidió ni restó valor a la obra en sí, sino que la transformó y le aportó un valor del que, en su momento, quizás, no disponía.
Salvando la obviedad de que en el ejemplo que expongo se trata de una obra que fue creada en torno al año 100 a.C., el tema que venimos a valorar es el de la interactividad de un usuario activo con una obra en un entorno controlado que puede restaurarse pulsando un botón: el de cargar la partida. Hay cierta complejidad a la hora de analizar una obra sabiendo que nuestra experiencia varía de los demás, ya sea por la época o por las acciones que realizamos.
A lo que me refiero es a que el material original del que se basa (la estatua) se altera de cierta forma (se le caen los brazos), por lo que, en esencia, ya no es la misma obra. Entonces mi pregunta es: si analizamos la banda sonora original de un videojuego, ¿desde dónde plantearíamos el análisis estructural, melódico, armónico, funcional y discursivo? ¿Desde la mezcla incluida en el juego, con sus variaciones interactivas al servicio de los movimientos y acciones del jugador y compartiendo espacio con las voces y efectos de sonido como parte intrínseca de la banda sonora (todo aquel sonido que aparezca en la obra)? ¿O partiendo desde la mezcla controlada independiente realizada para su compra-venta en formato físico y/o streaming que se separa del propio hecho del juego?

¿Qué versión debería elegir?
El estudio de la música en los videojuegos conlleva a un estudio total de su vertiente artística
La problemática es si esta segunda forma de abordar el análisis realmente nos podría llevar a buen puerto. Porque dado el hecho cambiante y manipulable de la música dentro de un juego, ya sea si se modifica según cómo jugamos, como ocurre en Devil May Cry 5, donde la música se adapta según la calificación (de la E a SSS) de nuestros combos, o de si al llegar a una montaña alta en, por ejemplo, un mundo abierto, salta la pista de ‘música de ambiente de montaña’ A, B o C, e incluso si la música en cuestión se corta por cualquier razón (vídeos, diálogos, cambios de zona).
Todos estos elementos cambian nuestra experiencia y el sentimiento que el título transmite en su discurso. Pues si lo temas A, B y C aparecen en el orden C, A y B, e incluso, en un momento dado, A se corta al tercio de duración de la pieza y B desaparece, apareciendo D en su lugar, cambia totalmente dicho discurso y nuestra comprensión de la BSO en cuanto a cómo y dónde aparece para mostrar X o Y intencionalidad. Por esto, ¿cuál de las doscientas posibilidades cogemos como la idónea para nuestro análisis? ¿La que nos ha aparecido mientras jugábamos o la que mejor combinación tenga a nuestro criterio? Y más importante aún, ¿debemos apoyarnos en la imagen, en el background (el trasfondo, para los amigos) o simplemente aislamos el tema y lo analizamos como si de un Preludio y Fuga de J.S. Bach se tratara?
El problema siempre a la hora de analizar las distintas bandas sonoras de videojuegos es el hecho de tener en cuenta el contexto, pero sin que este se coma el discurso musical y el nuestro propio. Al final, estas divagaciones vienen dadas por la falta de material proveniente del estudio de un arte prácticamente sin madurar y del que, aunque hay bastante investigación hasta el momento, poco o nada cuenta con material original, ya sean making offs, suficientes entrevistas o datos del desarrollo que, a menudo, se mantienen como si secretos de estado se tratasen. Además, cuando interiorizamos en la banda sonora original nos damos cuenta de que es el apartado del que menos su habla y del que menos material disponible hay.
En otras corrientes artísticas podemos ver bocetos de diseño y como los modelos, paisajes y ambientes han ido cambiando; En cuanto a la narrativa, mecánicas o escenas, los creativos, desarrolladores o directores suelen hablar largo y tendido sobre las diferentes decisiones y cambios que han tomado. Por supuesto, todo esto en una medida significativamente menor al de otras corrientes artísticas, pero sí de forma más considerable que la que encontramos en el ámbito musical.

La problemática del estudio de un arte temprano
Si bien es cierto que las bandas sonoras han adquirido importancia a lo largo del tiempo y muchos usuarios comparten cada día sus temas favoritos en redes sociales, sigue sin ser un apartado al que se le dé la importancia que realmente tiene a la hora de transmitir y captar la atención del jugador. Por ejemplo, una de las obras que más interés me han generado en los últimos años, no por la capacidad narrativa ni estructural de su banda sonora, sino por su amplia capacidad expresiva, es la música compuesta para The Last of Us Parte 2 de Gustavo Santaolalla.
A nivel personal, no es una obra que musicalmente me guste, pero me llama la atención lo suficiente como para pensar que es un buen trabajo de que se puede discutir largo y tendido. Además, creo que funciona bien para mi discurso debido a que, a mi parecer, es una obra musical que no funciona fuera de la imagen, fuera de su medio. Esto no es para nada algo negativo, al revés, es algo que funciona tan a la perfección dentro del juego que, al sacarlo de su ámbito, pierde todo el interés y significado. Entonces, lo difícil aquí es hablar de la capacidad expresiva de la obra y cómo acompaña la escena más que de la pieza en sí, al igual que ocurre en ICO, cuya banda sonora original corre a cargo de Michiru Oshima.
Para este tipo de títulos es indispensable su análisis musical siempre dentro del juego pues, como ya he señalado antes, pierde su significado, su fuerza y gran parte de la capacidad expresiva. ¿Esto quiere decir que la música, al estar supeditada a la imagen/mecánicas, no tiene tanta importancia como el resto de la obra en su totalidad? Nada más lejos de la realidad. Ahí es donde reside la fuerza de la pieza y la problemática del análisis, el deber de la investigación multidisciplinar (imagen, arte, narración, mecánicas) para llegar a una conclusión de cómo funciona esta o aquella banda sonora original.
¿La solución? No la hay, por lo que esto no es más que una queja vacua de aquel que en su intento de realizar un análisis y crítica de forma correcta y asidua ve obstaculizado su camino por una simple pero compleja realidad: El estudio de la música en los videojuegos conlleva a un estudio total de su vertiente artística.