Admitiré que no soy la persona que mejor acepta los cambios del mundo. Me gusta la tranquilidad y el aburrimiento de la rutina, ¡encerradme! Por ello siempre pensé que fui demasiado extremo con la última deriva de la serie Assassin’s Creed. Fui un leal adepto del credo a lo largo de dos generaciones de máquinas. Viví los albores del credo junto a Altair; acompañé al mejor assassin de la historia desde su juventud hasta la culminación de su labor como persona y como mentor de la orden. Incluso disfruté enormemente de los placeres multijugador de París y de la piratería. Sin embargo, la saga empezó a perderme por muchos motivos, alcanzando mi descontento su cénit con Assassin’s Creed: Syndicate y su insulso sistema de combate.
Hay series que intentan que sus videojuegos evolucionen siguiendo una visión clara y un orden coherente, con una intención de hacia dónde dirigir su jugabilidad. Llegó un momento, mucho antes de que Assassin’s Creed se convirtiera en el parque de atracciones turístico que es actualmente, en el que las novedades introducidas cada año aumentaban la desconfianza en el producto, aumentaban la desconfianza de muchos fans. El mayor pecado del combate de Black Flag o Unity es que era continuista, pero mantenían lo establecido en la serie y lo evolucionaban hacia direcciones satisfactorias e interesantes dentro de su conformismo. Sin embargo la ruptura que hubo en Syndicate, y más tarde en Origins, fue superior a mis fuerzas. Además el cambio de protagonista de Desmond Miles tampoco benefició a una línea argumental del presente ya bastante anecdótica de por sí.

Pero aún así, decidí internarme en la Grecia de Cassandra. No duré más de tres horas. En ese momento me enfadó muchísimo no ver absolutamente nada de los Assassin’s Creed con los que yo había crecido. ¿Estaba disfrutando de la experiencia? Sí, por supuesto. Pero no era lo que yo quería jugar en ese momento. Así que decidí dar la serie por perdida y refugiarme en entregas antiguas… al menos hasta la llegada de Assassin’s Creed: Valhalla.
Hacia el Valhalla
El aspecto de la aventura de Eivor me conquistó desde el primer tráiler. Aunque la recepción de crítica y público fue algo tibia, yo tenía claro que quería probar el título. Cuál ha sido mi sorpresa cuando hace un par de meses me hice con él, y me ha tenido enganchado hasta hace no demasiado. He disfrutado de Assassin’s Creed: Valhalla como hacía mucho que no disfrutaba con la serie. Su sistema de combate, sin ser una maravilla, es divertido. Su recreación de la cultura vikinga es realmente atractiva, sus misiones secundarias son curiosas e interesantes (de verdad, muy gratamente sorprendido en este aspecto) y pocos juegos han sabido despertar mi afán por la exploración tanto como éste. Ni siquiera por las secundarias; únicamente por encontrar ruinas que explorar, nuevos poblados que saquear o una nueva pieza de armadura escondida en lo más profundo de una impresionante cueva.

Me acerqué a Assassin’s Creed: Valhalla esperando un juego de mundo abierto con vikingos, no un Assassin’s Creed
A los mandos, no entendía demasiado bien qué era exactamente lo que me había hecho “clic” con el juego. Un día, Odín tuvo a bien obsequiarme con una epifanía: me acerqué a Assassin’s Creed: Valhalla esperando un juego de vikingos, no un Assassin’s Creed. De hecho, todo lo relacionado con la jugabilidad y el credo de los asesinos de anteriores juegos aparece más como una referencia que como una característica propia del juego. Los asesinatos con la cuchilla, el camuflarse entre la gente, la capucha… todo resulta dolorosamente anecdótico en comparación con el resto del título. Parece incluso un añadido a posteriori, algo que si lo retiraras no afectaría de ninguna forma a la obra.
Eso me llevó a plantearme cómo esta nueva trilogía compuesta por Origins, Odyssey y Valhalla buscan desesperadamente no solo un reinicio de la serie a nivel narrativo, sino también establecer una nueva serie de características propias a la serie que sustituyan las anteriores. Y una de esas señas de identidad es la importancia capital de la ambientación. Lo sé, siempre ha sido uno de los principales reclamos de la serie, pero jamás había importado tanto como en estas últimas entregas. Al no haber más elementos reconocibles a los que agarrarnos ni una historia consistente que seguir, el mayor punto de interés se ha convertido el viaje al que nos llevará Ubisoft este año. ¡Si hasta algunos trajes de assassin aparecen en forma de DLC! ¿Qué hay más anecdótico que eso?
Un esfuerzo consciente por olvidar
Dentro de esta nueva concepción, Ubisoft busca que olvidemos las raíces de la serie, que por otra parte ataban a sus desarrolladores a muchos niveles. Y en este escenario el hecho de que los fans más veteranos de la marca encontremos estas cosas que nos recuerdan a las aventuras de antaño se recibe casi una sorpresa. Con Assassin’s Creed: Valhalla, tristemente, he aprendido a ver las referencias a las raíces de la serie como un easter egg, no como algo perteneciente al ADN del producto.

Ubisoft busca que olvidemos las entregas antiguas, que pasemos página, centrando las nuevas fortalezas de la serie en otros aspectos como el looteo, su sistema de niveles o ambientaciones mucho más diferenciadas entre sí a nivel estético de lo visto anteriormente.
Con estos datos sobre la mesa, los rumores de la plataforma denominada como Assassin’s Creed: Infinity, donde la compañía se dedicaría a dar a la serie un soporte como servicio, haciendo de sus aventuras simples actualizaciones o episodios dentro de una misma aplicación, no suena descabellado.
Hay mucho que disfrutar en estas nuevas aventuras, no hay duda de ello. El combate es satisfactorio, la exploración es fascinante y la ambientación es tan atractiva como siempre. Sin embargo el disfrute que obtienes de ellas es directamente proporcional al esfuerzo que dedicas a olvidar que en la portada del juego pone Assassin’s Creed. Sería mucho más fácil si se llamara Valhalla Rising: Eivor’s Revenge o algo así.